martes, 14 de octubre de 2008

DESCUBRIENDO LA VERDAD

-EL ANALISIS MARGINAL Y EL MERCADO DE VIVIENDAS-

Contratar a un agente inmobiliario para vender una casa consti­tuye la combinación por excelencia del comercio y la camaradería.
Él evalúa los encantos de la vivienda, toma algunas fotos, estable­ce el precio, redacta un anuncio tentador, muestra la casa con entu­siasmo, negocia las ofertas, y lleva la operación a buen término. En la venta de una casa valorada en 300.000 dólares, los típicos honora­rios del 6% de un agente alcanzan los 18.000 dólares. Dieciocho mil dólares, repetimos: eso es mucho dinero. Pero también es cierto que nunca habríamos podido vender la casa y obtener 300.000 dólares por nuestra cuenta. El agente sabía cómo —¿cuáles fueron sus pala­bras?— «maximizar el valor de la casa». Nos consiguió la máxima cantidad de dinero posible, ¿no?
¿No?
Un agente inmobiliario no tiene nada que ver con un criminó-
logo, pero es el verdadero experto. Es decir, conoce su campo mucho mejor que el lego en cuyo nombre actúa. Está más informa­do acerca del valor de la casa, el estado del mercado inmobiliario, incluso el perfil psicológico del comprador. Dependemos de él por su información. Por eso, en definitiva, hemos contratado a un ex­perto.
A medida que el mundo se ha ido especializando, esos incon­tables expertos se han hecho a sí mismos igualmente indispensables. Médicos, abogados, contratistas, agentes de Bolsa, mecánicos del automóvil, asesores hipotecarios y financieros... todos ellos disfru­tan de una ventaja informativa enorme. Y utilizan esa ventaja para ayudarnos, a nosotros, las personas que les contrataron, a conse­guir exactamente lo que queremos al mejor precio.
¿No?
Nos encantaría creerlo. Pero los expertos son humanos, y los humanos responden a incentivos. El modo en que un experto de­terminado nos trate dependerá de cómo se fijan sus incentivos. En ocasiones estos últimos pueden actuar a nuestro favor. Por ejem­plo: un estudio sobre mecánicos de coches de California descubrió que con frecuencia éstos dejaban pasar una factura de alguna pe­queña reparación dejando que automóviles con problemas supera­sen las inspecciones técnicas; la razón es que un mecánico indul­gente se ve recompensado con un nuevo negocio. Según un estudio médico, en las zonas con índices de natalidad descendentes resul­taba mucho más probable que los tocólogos realizasen partos con cesárea que los de zonas en proceso de crecimiento, lo que sugie­re que, cuando el negocio va mal, los médicos tratan de registrar (en caja) procedimientos más costosos.
Una cosa es elucubrar acerca del abuso de posición dominan­te por parte de los expertos y otra demostrarlo. La mejor forma de hacerlo sería comparar cómo nos trata un experto y cómo llevaría a cabo el mismo servicio para sí mismo. Por desgracia, un ciruja­no no se opera a sí mismo. Ni su historial médico es una cuestión de conocimiento público; ni la reparación del coche del mecánico aparece registrada.

Las ventas inmobiliarias, no obstante, sí son una cuestión de dominio público. Y los agentes inmobiliarios venden sus casas con frecuencia. Un estudio reciente sobre la venta de casi cien mil ca-
sas de las afueras de Chicago revela que más de tres mil de éstas pertenecían a los mismos agentes.
Antes de sumergirnos en los datos, formulémonos una pregun­ta: ¿cuál es el incentivo de un agente inmobiliario cuando vende su propia casa? Muy simple: hacer el mejor negocio posible. Es de suponer que ése es también nuestro incentivo cuando vendemos nuestra casa. De modo que nuestro incentivo y el incentivo del agente inmobiliario al parecer coincidirían. Después de todo, su comisión se basa en el precio de venta.
Pero mientras los incentivos funcionan, las comisiones son una cuestión delicada. Para empezar, la comisión inmobiliaria del 6% generalmente se divide entre el agente que se encarga de la venta y el del comprador. Cada agente entrega la mitad de su parte a la agencia. Lo cual significa que sólo el 1,5% del precio de adquisi­ción va directamente al bolsillo de nuestro agente.
De modo que, de nuestra casa de 300.000 dólares, su parte de la comisión de 18.000 dólares es 4.500. De todas formas, no está mal, pensamos. Pero ¿qué ocurre si la casa en realidad vale más de 300.000? ¿Y si con un poco más de esfuerzo y unos pocos anun­cios más en el periódico hubiese podido venderla por 310.000? Tras descontar la comisión, eso añade 9.400 dólares a nuestro bolsillo. Pero la parte adicional del agente —su 1,5% personal de los 10.000 adicionales— son 150 insignificantes dólares. Si nosotros ganamos 9.400 mientras él sólo recibe 150; después de todo, quizá nuestros incentivos no coincidan tanto. (Especialmente cuando es él quien paga los anuncios y hace todo el trabajo.) ¿Está dispuesto el agen­te a prestar todo ese tiempo, dinero y energía extras por sólo 150 dó­lares más?
Existe un modo de averiguarlo: calcule la diferencia entre los datos de ventas referentes a las casas que pertenecen a agentes in­mobiliarios y las casas que venden en nombre de los clientes. Uti­lizando los datos de las ventas de esas 100.000 casas de Chicago, y controlando todo tipo de variables —ubicación, antigüedad y ca­lidad de la casa, estética, etc.—, resulta que un agente inmobiliario mantiene su propia casa en el mercado una media de diez días más y la vende por un 3% más, o 10.000 dólares en el caso de una casa de 300.000. Cuando vende su propia casa, un agente inmobiliario espera a que llegue la mejor oferta; cuando vende la nuestra, nos
empuja a aceptar la primera oferta decente que aparece. Como un corredor de bolsa que pierde en comisiones, el agente quiere cerrar tratos y hacerlo rápido. ¿Por qué no? Lo que le corresponde de una oferta mejor —150 dólares— es un incentivo demasiado insignifi­cante para alentarlo a actuar de un modo distinto.

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